La historia de unos años entre la vida y la muerte
Un relato sobre Robert Barraza y su confrontación con vacíos afectivos y heridas del pasado.
Cuenta la historia que él siempre fue un niño diferente. Robert Barraza Ávila, nacido en Venezuela pero criado en medio de la vida rural del municipio de Guamal, Magdalena, siempre se sintió conectado con la naturaleza, le encantaba pasar tiempo solo mirando el cielo y el infinito universo de estrellas que se visualizaban en medio de las casas de palma que adornaban el corregimiento de Guaimaral, donde vivió hasta los 11 años.
En medio de la escasez en la que creció, Robert sentía que ese no era el lugar donde pasaría el resto de su vida, no se parecía a los demás niños, él estaba destinado para algo, su misión: aún no la conocía pero soñaba con algo grande. Nunca imaginó todo lo que estaba por venir.
Desde muy niño Robert creció lejos de su madre, quien se quedó en Venezuela trabajando como empleada doméstica, de su padre no tenía mayor conocimiento, sabía que también era del pueblo pero no tenían ningún tipo de relación. Sus abuelos se convirtieron en sus padres, Inés y José Manuel eran su vida. Dice que no estudió mucho en el colegio, pero siempre se destacó en los actos cívicos, cantar y declamar eran sus habilidades y además era muy bueno para las matemáticas.
Trabajó desde los 5 años en la tienda de sus abuelos, los ayudaba y siempre colaboraba en lo que podía, mientras que sus ratos libres transcurrían en el jagüey, cazando “lobitos” y cogiendo tamarindo. A sus 10 años sufrió una pérdida que marcó su vida: su abuela Inés murió, y su vida cambió por completo su madre regresó de Venezuela y entonces empezaría una relación difícil entre ellos. No fue sencillo seguir creciendo con los roles cambiados, con dudas en su cabeza y, sobretodo, sufriendo por el inmenso vacío ante la ausencia de su abuela, quien fue su madre de crianza.
En el colegio Robert tuvo un retroceso, se volvió un niño retraído, solitario, ya no participaba en los actos cívicos, ya no quería hablar con nadie, permanecía ensimismado en su mundo en solitario.
Cursando quinto de primaria Robert se enteró de la llegada de su padre al pueblo, entonces, con un par de mudas de ropa se “escapó” de casa en busca de su papá. Y al llegar a la finca donde él se encontraba, se escondió detrás de los árboles, pero al rato fue descubierto por uno de sus tíos. Robert, con algo de miedo solo decía que él quería ver su papá. Su padre lo abrazó y le dijo que se fuera con él para Barranquilla.
Sin embargo, llegar a Barranquilla cambió su concepción, su vida no fue “color de rosa”, no se parecía a lo que él había soñado….
El, un niño casi silvestre, acostumbrado a andar descalzo, sin camisa, corriendo libremente por las calles de su pueblo, llegó de manera abrupta a un mundo donde le tocaba someterse a una disciplina natural, debiendo cumplir con ciertos deberes, bañarse a una hora determinada, dormirse en el horario adecuado para su edad, en fin, todo estaba reglamentado en la casa donde vivía con su papá y su madrastra Alba Espinoza, con quien en un principio hubo choques, la relación no era buena y el ambiente en la casa, en su nuevo hogar, se volvió invivible.
Robert fue matriculado en el colegio José Eusebio Caro, donde desde el principio estuvo metido en problemas, sufrió de matoneo por parte de sus compañeros, quienes se resistían a estudiar con un niño que venía del campo, con todo lo que esto significa.
En su pubertad empezaron los problemas de insomnio, algo extraño para su corta edad, el miedo se volvió parte de su vida diaria, y aunque siempre fue muy rebelde, su inocencia permanecía intacta.
A los 15 años Robert se “voló” de su casa y empezó a vivir en la calle, sí, dos semanas durmiendo en techos, jardines y andenes, no quería estar en su casa, la relación con su madrastra, con su papá, el cambio de vida, el matoneo por parte de sus compañeros, y muchas cosas más, le produjeron un miedo del que no podía desprenderse en ningún momento.
Tras una larga búsqueda, su padre José Barraza lo encontró y lo llevó de regreso a casa. Luego de muchas discusiones decidieron mudarse para cambiar el entorno y ver si esto mejoraba la situación. Se cambió de colegio, se graduó, y empezó a estudiar comunicación social en la Universidad Autónoma del Caribe, sin descubrir su talento para la expresión oral y la presentación se retiró en segundo semestre por la misma rebeldía que siempre lo persiguió. Algún tiempo después Robert experimentó otro golpe de la vida: su padre sufre un infarto. Tras esta situación delicada empezó una etapa de reconciliación entre ellos, su padre le pidió perdón por todas las heridas causadas y, a manera de respuesta, durante 40 días de su convalecencia Robert se dedicó a escribirle a su padre numerosas cartas de amor, valiéndose de la célebre frase de Gandhi: “Si quieres cambiar al mundo, cámbiate a ti mismo”.
Más adelante Robert reingresó a la universidad, donde culminó sus estudios y recibió su título de Comunicador Social-Periodista. En medio del estudio se agudizaba cada vez más un cuadro clínico confuso: hipertensión, síntomas de pánico y pensamientos suicidas que le producían mucha ansiedad. Su mayor miedo: la muerte. Y, aunque aparentemente parezca ilógico que al temerle a la muerte se puedan tener pensamientos suicidas, Robert explica que su deseo de morir era por el simple hecho de no querer seguir sintiendo ese miedo, ese pánico que le provocaba la muerte misma…
Dice que vivió así días tormentosos que parecían interminables, donde agonizaba con la llegada de cada noche y le huía a ese momento en que el sol se oculta para darle paso a la oscuridad natural, porque era cuando salía a flote toda una serie de emociones y de pensamientos confusos que él no sabía cómo controlar.
Los episodios ocurrían a pesar de mantener su tiempo ocupado, primero la universidad y luego trabajando en la Gobernación del Atlántico. Robert sentía algo así como si permaneciera en un túnel sin salida, no sabía qué iba a pasar con su vida tan accidentada y no hallaba cómo terminar con todo de una buena vez.
Numerosas veces planeaba qué hacer para acabar con tanta angustia, imaginaba el momento, buscaba formas, su pensamiento le hablaba y ese ventanal del piso 11 de la Gobernación lo llamaba, no eran suposiciones, no era imaginación, era un hecho, Robert quería quitarse la vida.
Pero, o no fue capaz o tal vez no escogió el momento adecuado, el lugar, la gente que circulaba por el pasillo, aún hoy no sabe qué se lo impidió, el caso es que no se atrevió a consumar el hecho que le rondaba en la mente desde mucho tiempo atrás.
Sin embargo, un día Robert se decide a comprar 40 pastillas cuyo nombre hoy no recuerda, pensando que esa sería una mejor forma de acabar con la pesadilla en la que se había convertido su joven vida. Era inminente, recuerda que estaba de fondo la emisora Minuto de Dios, pero su miedo parecía ser más grande que el mismo Dios. Y pensó que, definitivamente, por más que quisiera, ya no soportaba más…
CONTINUARÁ